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sábado, 6 de abril de 2019

DERECHO AL VERDUGO

Sólo unos meses después de que la OCDE advirtiera a España del problema en que se vería en un futuro próximo para hacer frente a las pensiones, y de que en las calles se hablara del fin de la jubilación para generaciones enteras, el debate de la eutanasia vuelve a nuestro país. El lector tiene libertad para creer en las coincidencias si quiere; por mi parte, confieso que la falta de sutileza de la política contemporánea me asombra y me aterra por igual. Lo que en épocas pasadas debía esperarse décadas para imponerse, a fin de ocultar las causas reales que lo motivaban, hoy puede proponerse tan solo unos meses después de su leitmotiv, en la seguridad de que la mayoria del pueblo no tendrá capacidad de asociación. Vuelvo a repetir: tan sólo hace unos meses que el futuro de las pensiones se puso en duda, llevamos años alargando la edad de jubilación, y cuando nos dicen que tenemos todo el derecho del mundo a morirnos de una maldita vez, la propuesta se acoge con vitores y gritos de libertad. No puedo hablar por los demás, pero yo particularmente añoro los tiempos en que "muérete" era una maldición y no una parte en la enumeración de mis derechos.
  Como todos los males radicales que se introducen en la sociedad por la propia mano del hombre, la eutanasia comienza a reivindicarse como excepción. Pero desconoce por completo la naturaleza humana, y aun la historia más reciente, quien no sabe que en materia de moral la excepción es siempre la regla en potencia. Por una ilusión de progreso las generaciones necesitan añadir una consecuencia más al mal introducido como excepción o convertido ya en norma e incluso ley; como ya no pueden sentir la emoción que provocó aquel cambio, necesitan cooperar en su desarrollo para sentirlo y participar así del honor de haber añadido algo al montón. Todo es transición para una sociedad que ha perdido sus principios, y una vez que da un paso en una dirección, parece que una fuerza irresistible le impide parar hasta experimentar el vértigo frente al abismo o caer en él.
  Los defensores actuales de la eutanasia, que la defienden sólo para casos muy concretos y excepcionales, serían el día de mañana sus más acérrimos detractores si vivieran lo suficiente para contemplarla en su estado de desarrollo. Muchos de ellos vivirán para abominar sus consecuencias. No profetizo; miro atrás para predecirlo. Llamo como testigos a los primeros defensores del aborto, y les pregunto qué les parece que una mujer pueda hoy abortar por disgustarle el sexo de su futuro hijo, o porque su nacimiento coincide con algún compromiso, o por cualquier otro ridículo motivo. Al fin y al cabo, ya no es necesario alegar ningún motivo para hundir en la inexistencia la vida que comienza a despuntar; y aquel período de gestación después de cuyo límite les parecía indefendible lo que defendían hasta él, ha venido a parar en la supresión de todo límite. Nueva York ha dejado en evidencia los viejos argumentos para autorizar la muerte; las antiguas disputas sobre el mes de gestación en que la vida estaba realmente formada ahora son pretextos envejecidos una vez el mal ha llegado a su remate y ha consolidado lo que desde el principio estuvo latente sin que sus primeros defensores lo supieran. Pero muchos de ellos ya no viven para ver cómo se impide la vida hoy, y a qué extremos monstruosos ha llegado lo que concibieron como una excepción. Y esta es la misma suerte, si es que puede llamarse así, que correrán los defensores actuales de la eutanasia. Esta suerte consistirá en no vivir lo suficiente como para arrepentirse.
  Enumerar los demás casos análogos en que se demuestra esta ley humana sería demasiado prólijo; una vez se entiende que las generaciones contribuyen en la implantación de una injusticia radical por medio de varios grados que aisladamente entienden como justos, los ejemplos nunca nos faltarán. Cualquiera es libre de estudiar la historia del divorcio en la era cristiana, y comprender que el mismo Lutero se escandalizaría al ver dónde ha acabado su concesión para casos muy graves. Cualquiera puede ver como de tomar sucesivamente como inocente un grado más de explicitud sexual, se ha llegado a tolerar la pornografía más aberrante, culminando en una industria cuyo poder provoca que nadie la discuta aun cuando los expertos la señalan como causa del incremento de violaciones y agresiones sexuales.
 El Estado que tiene las riendas del nacimiento y de la muerte, y que consigue además que el pueblo crea que es una conquista personal, que ha cedido a sus exigencias de libertad más bien que las ha utilizado, ese Estado ha llegado a la excelencia del despotismo. La eutanasia es sólo un paso más para alcanzar el control total. Cuando no haya presupuesto suficiente para mantener las pensiones de una generación, bastará con invertir la misma suma que se destinaba a erradicar algunas enfermedades en la producción de otras nuevas. Habrá poco interés en mitigar el dolor de los enfermos cuando ese mismo dolor sea rentable para el Estado. Serán por supuesto los pobres quienes más la soliciten, pues al fin y al cabo la eutanasia será un remedio para el sufrimiento de los pobres, y la morfina lo será para el sufrimiento de los ricos. Pero todas estas cosas les parecen lejanas e irreales a los defensores actuales de la eutanasia. Se hallan ahora en la fase en que el mal es presentado de manera sentimental, en que el cine, la literatura y la televisión les ofrecen el lado romántico del suicidio, como les presenta justificados por un contexto conmovedor y tierno la infidelidad, el robo o el aborto. El mal no es tan ingenuo como para presentar su proyecto definitivo desde un principio, sino que se gana la confianza de los hombres primero por medio de una versión reducida de sí mismo, se disfraza y se hace el simpático para parecer inofensivo, vegeta si es necesario durante años, y con el tiempo su importancia se relativiza y acaba por convertirse en hábito. Entonces la nueva generación lo encuentra así, inocente e incapaz de dañar a nadie, y el mal aprovecha para dar un nuevo paso y acrecentarse. La eutanasia llegará a legalizarse, porque nuestra sociedad está ávida de destrucción y se aburre de sus perversiones rápidamente. Sus primeros defensores no estarán para ver las postrimerías de su desvarío, y todo el uso perverso que se derivará de ella tendrá como testigos a hombres que hayan nacido en fases de su desarrollo muy alejadas de la actual. Se habrá llegado insensiblemente hasta allí, y no habrá nadie, salvo una institución que no cambia nunca, para combatir los efectos del mal. La muerte será decisión del Estado y podrá manejarla a su antojo, pues podrá controlar también el dolor, y cuando ese día llegue, quienes se opongan a la eutanasia serán llamados reaccionarios, y la inmensa mayoría alabará el progreso, la libertad y la democracia que tienen la compasión y la tolerancia de matarles.