Una de las más grandes
desventajas de la escritura profesional es el poco tiempo que deja para escribir. Estoy casi seguro que
Enrique García-Máiquez estará de acuerdo con esta afirmación, ya
que la sufre en sus propias carnes tal y como queda reflejado en su poema Lady Macbeth: "y borro mis palabras y borro más palabras/ y siempre hay más palabras en mis manos". Como poeta, él quisiera
dedicarse en cuerpo y alma a la poesía, pasar un día entero
buscando la palabra adecuada para el final de un verso, olvidarse de
la escritura para encontrar el título de un poema, perseguir hasta
donde haga falta esa metáfora que apenas comienza a insinuarse en el
fondo de su corazón. Pero un vendaval de ocupaciones se encarga de
desbaratar sus planes. Debe traducir tal libro, escribir el prólogo
de tal otro, presentar su artículo diario (como mínimo), acudir al
compromiso con un nuevo autor, enfrentarse a la promesa que vuelve
como un boomerang para golpearle. Por eso el título que
ha elegido para su nuevo libro, Mal que bien, resulta tan
oportuno. Parece como si el autor nos dijera: «ya ves, es complicado
ser poeta y sacar algún tiempo para escribir poesía, pero aquí me
tienes con un nuevo libro».
No
es de extrañar entonces que la primera sección de las siete en que
se divide el libro esté dedicado al tiempo. Aquí el poeta se toma
su particular venganza, y ya que su vida está llena de contratiempos
que le impiden dedicarse enteramente a la poesía, decide poetizar
esos mismos contratiempos. Sabe que no puede mirar el tiempo desde
fuera como algunos poetas que han escrito sobre él, así que con la
ocasión de estar inmerso en su vorágine decide describirlo desde
dentro. Esto queda plasmado en su poema Ralentí. Aprovecha la
misma fuerza con la que es derrotado diariamente para conseguir un
triunfo final. Hay además en su forma de tratarlo una delicadeza
especial con la que consigue que el tiempo sirva de fondo y no de
relieve. Algunos poetas se sirven, para escribir sobre el tiempo, de
palabras sugestivas, de metáforas para acentuar su paso, de imágenes
asociativas, y de un estilo solemne que parece estar impuesto por el
mismo tema que se trata. Se han escrito grandes poemas utilizando
estos recursos, pero los hicieron poetas tan grandes como Góngora o
Quevedo, y eso sólo demuestra que los grandes genios pueden hacer
grandes obras con un material reducido. Sin embargo lo más común es
que esos recursos den como resultado un poema frío. Así, cuando se
abusa de ellos o cuando se utilizan de manera inadecuada, provocan el
mismo hastío que esas personas que al hablarnos están
constantemente tirándonos del brazo y dándonos golpecitos en el
pecho para mantener nuestra atención. Parece que quisieran escribir
entre paréntesis antes de cada nueva alusión: «Atento
ahora y no te despistes, aquí viene lo bueno»; e inmediatamente
después: «¿Has captado eso? No olvides que hablo del
tiempo». El tiempo en
ellos parece un objeto de museo, y nosotros estamos parados a
distancia del poema como ante esos cordones que nos separan del
cuadro que admiramos. Enrique García-Máiquez ha sabido no poner
demasiado énfasis en el tiempo para que podamos sentirlo pasar
naturalmente y para que los árboles no nos impidan ver el bosque. Ha
dejado, como nos advierte en su poema de introducción, que los
espacios en blanco cumplan su función, que las palabras tan sólo
enmarquen el silencio, y que lo que calla envuelva cada palabra con
su halo particular. Ha conseguido que el tiempo entre en su libro,
vuele restregando las alas por sus páginas, envuelva lo cotidiano y
lo trágico, y salga cerrándolo tras de sí.
En
Hasta pronto el poeta nos habla de la muerte y de la
resurrección. Sucede aquí lo que acabamos de decir sobre su modo de
tratar el tiempo: no insiste para que no nos olvidemos. Huye de ese
conceptismo que más que regalarnos palabras quiere rodearnos con
ellas, que nos rindamos cansados de las emboscadas, y que acabemos
por admitir por cansancio que hemos sentido lo que quiere. Por el
contrario, el poeta gaditano nos deja espacio entre versos, da un
trazo de solemnidad o de emoción y se retira para que podamos
percibir otros más adelante. No habla de la muerte como de algo
abstracto ni pretende describirla generalmente, pero su idea resulta
más absoluta al reducirse a casos concretos. El hijo, el nieto, el
sobrino, se despide con la locución que da título a esta segunda
sección. El libro sigue con Cuerpos gloriosos, donde comienza
hablándonos de la poesía y su incompatibilidad con la vida moderna,
de los sacrificios que hay que hacer para escribir, y de cómo en
ocasiones hay que sacrificar los mismos momentos poéticos para
escribir poesía. Pero al fin, si el tiempo le roba poemas, los
poemas le regalan tiempo. Así parece reflejarlo el poema Utilidad
de la poesía, donde parece confesar a todos aquellos que le
rodean por qué escribe, por qué a pesar de las dificultades
continúa, como si les revelara por fin el secreto: la poesía no me
quita tiempo, sino que me lo da.
Monogamia,
la cuarta sección del libro, parece casi una provocación en estos
tiempos. Gran admirador de Chesterton, el poeta ha aprendido del
escritor inglés que la monogamia es una gran aventura. Si los
hedonistas huyen de ella no es porque sea aburrida, sino porque es
una aventura demasiado exigente. No tienen la suficiente fuerza para
enfrentarse a sus desafíos, a sus derrotas, a sus fracasos, y por
eso nunca podrán alcanzar el éxtasis provocado por una mano
posándose sobre la frente enfebrecida. El poeta nos cuenta esa
aventura desde dentro. Se imagina por un momento fuera de esa
realidad sólo para poder volver a sorprenderse de ella. Canta al
amor curtido en días laborales, y nos cuenta las ventajas de que su
mujer se interese poco por su ocupación, desmitificándola,
mirándolo como una mujer miraría al marido que se encierra en su
habitación para pintar soldaditos.
Cuando
alguien se refiere a la apologética, se la suele relacionar con un
estilo mordaz y directo, aguerrido y en ocasiones escolástico, que
devuelve golpe por golpe y responde a las objeciones. Existen grandes
obras escritas en este estilo. Pero hay también una apologética que
es tan sólo un canto, que habla como de pasada de los misterios más
complicados, y que utiliza los elementos más cotidianos no para
hablar de ellos, sino para señalar sus manifestaciones. Enrique
García-Máiquez utiliza esta segunda forma más sutil en todo su
libro, y en especial en Su
rostro en mi espalda, la
quinta sección del libro. Tiene tan interiorizados los dogmas
católicos, que no necesita explicarlos o defenderlos, o que más
bien los defiende hablando de ellos con naturalidad. La Eucaristía o
la Trinidad pasan por sus páginas con una familiaridad propia sólo
del hombre que guarda esos misterios en un lugar muy hondo de su
alma. En el último poema nos habla de la gran diferencia que supone
que el muerto que más tenemos presente, y que a menudo cuelga de
nuestro cuello, sea un resucitado. Es un poema corto, pero que
vertebra o sirve como eje a toda la sección e incluso a todo el
libro. Sin él o sin tener presente su idea no podríamos entender
por qué el poeta no desespera, por qué habla de la muerte de sus
seres queridos con esa intimidad impropia de la ausencia, y por qué
quiere que su propia tumba sirva para seguir dando las gracias. Pero
después de tocar un tema tan trascendental y antes de que sintamos
el vértigo de las alturas, sigue con la segunda entrega de las
aventuras que había comenzado a contarnos en Monogamia.
Sus hijos llenan las páginas
que conforman Al alimón,
donde corretean de un lugar a
otro y nos regalan escenas familiares conmovedoras. El poeta escribe
una pequeña epopeya del hogar. ¿No es una heroicidad leer un libro
de poemas cuando dos torbellinos te revuelven el pelo, te estiran de
la manga, ponen a prueba la resistencia de tus tímpanos y esperan de
ti que resuelvas su nuevo litigio entre acusaciones cruzadas? ¿No es
una aventura dormir a tu hija, cuando te exige compartir su
agotamiento? Nadie dijo que conquistar la ternura fuera una tarea
sencilla.
La
última parte del libro, En realidad, es el lugar donde el
poeta se permite una especie de recreo para jugar libremente con lo
que tiene a su alrededor. La variedad de temas se refleja también en
la variedad métrica. El poeta parece reivindicar su victoria
demostrándonos que todavía tiene tiempo para contemplar la luna, el
rosal, sentir el sol sobre su piel, observar los efectos de la lluvia
y buscarle semejanzas al almendro. Y cuando creíamos acabar el libro
entre sus juegos, aparece por último para agradecer a su padre por
todo en el poema Bendición.
Lo
único que puedo decir acerca del aspecto técnico del libro, y en
concreto de su métrica, es que no me he topado con ella. La métrica
debe aparecer cuando se la busca expresamente y desaparecer cuando
no. Creo que no puede haber mayor elogio y recompensa al esfuerzo de
un poeta por cuidar la métrica que decirle que no se ha impuesto a
nuestros ojos, y ello por la misma razón por la que un arquitecto se
alegra de que nadie se fije en los fundamentos y armazón del
edificio que diseñó. Tanto en el caso de la métrica como en el de
los fundamentos de un edificio, cuando se ven sin buscarlos es porque
la obra que se apoya en ellos está en ruinas. En ocasiones nos
fijamos en la métrica de un poema porque la última palabra del
verso es demasiado abrupta, de modo que las que la preceden parecen
chocarse contra ella por el inesperado final; entonces la métrica
sale a nuestro encuentro en vez de tener que ir a buscarla nosotros,
y esa es una de las mayores pruebas de su fracaso. Pero en el caso de
Mal que bien el estilo es tan fluido, tan naturales sus
encajes, que uno acaba por olvidarse de cualquier medida y estructura
para dedicarse a leer sus palabras y no a contar sus sílabas.
Mal
que bien es un canto a la familia, la tradición, la religión
católica y el amor, todo ello tratado con nobleza y sencillez. Sólo podemos agradecer al autor que haya sacado
tiempo material, como se dice coloquialmente, para escribir un nuevo
libro, dedicándose a una ocupación tan inapropiada para ello como la escritura profesional.