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lunes, 25 de noviembre de 2019

MAL QUE BIEN


Una de las más grandes desventajas de la escritura profesional es el poco tiempo que deja para escribir. Estoy casi seguro que Enrique García-Máiquez estará de acuerdo con esta afirmación, ya que la sufre en sus propias carnes tal y como queda reflejado en su poema Lady Macbeth: "y borro mis palabras y borro más palabras/ y siempre hay más palabras en mis manos". Como poeta, él quisiera dedicarse en cuerpo y alma a la poesía, pasar un día entero buscando la palabra adecuada para el final de un verso, olvidarse de la escritura para encontrar el título de un poema, perseguir hasta donde haga falta esa metáfora que apenas comienza a insinuarse en el fondo de su corazón. Pero un vendaval de ocupaciones se encarga de desbaratar sus planes. Debe traducir tal libro, escribir el prólogo de tal otro, presentar su artículo diario (como mínimo), acudir al compromiso con un nuevo autor, enfrentarse a la promesa que vuelve como un boomerang para golpearle. Por eso el título que ha elegido para su nuevo libro, Mal que bien, resulta tan oportuno. Parece como si el autor nos dijera: «ya ves, es complicado ser poeta y sacar algún tiempo para escribir poesía, pero aquí me tienes con un nuevo libro».
No es de extrañar entonces que la primera sección de las siete en que se divide el libro esté dedicado al tiempo. Aquí el poeta se toma su particular venganza, y ya que su vida está llena de contratiempos que le impiden dedicarse enteramente a la poesía, decide poetizar esos mismos contratiempos. Sabe que no puede mirar el tiempo desde fuera como algunos poetas que han escrito sobre él, así que con la ocasión de estar inmerso en su vorágine decide describirlo desde dentro. Esto queda plasmado en su poema Ralentí. Aprovecha la misma fuerza con la que es derrotado diariamente para conseguir un triunfo final. Hay además en su forma de tratarlo una delicadeza especial con la que consigue que el tiempo sirva de fondo y no de relieve. Algunos poetas se sirven, para escribir sobre el tiempo, de palabras sugestivas, de metáforas para acentuar su paso, de imágenes asociativas, y de un estilo solemne que parece estar impuesto por el mismo tema que se trata. Se han escrito grandes poemas utilizando estos recursos, pero los hicieron poetas tan grandes como Góngora o Quevedo, y eso sólo demuestra que los grandes genios pueden hacer grandes obras con un material reducido. Sin embargo lo más común es que esos recursos den como resultado un poema frío. Así, cuando se abusa de ellos o cuando se utilizan de manera inadecuada, provocan el mismo hastío que esas personas que al hablarnos están constantemente tirándonos del brazo y dándonos golpecitos en el pecho para mantener nuestra atención. Parece que quisieran escribir entre paréntesis antes de cada nueva alusión: «Atento ahora y no te despistes, aquí viene lo bueno»; e inmediatamente después: «¿Has captado eso? No olvides que hablo del tiempo». El tiempo en ellos parece un objeto de museo, y nosotros estamos parados a distancia del poema como ante esos cordones que nos separan del cuadro que admiramos. Enrique García-Máiquez ha sabido no poner demasiado énfasis en el tiempo para que podamos sentirlo pasar naturalmente y para que los árboles no nos impidan ver el bosque. Ha dejado, como nos advierte en su poema de introducción, que los espacios en blanco cumplan su función, que las palabras tan sólo enmarquen el silencio, y que lo que calla envuelva cada palabra con su halo particular. Ha conseguido que el tiempo entre en su libro, vuele restregando las alas por sus páginas, envuelva lo cotidiano y lo trágico, y salga cerrándolo tras de sí.
En Hasta pronto el poeta nos habla de la muerte y de la resurrección. Sucede aquí lo que acabamos de decir sobre su modo de tratar el tiempo: no insiste para que no nos olvidemos. Huye de ese conceptismo que más que regalarnos palabras quiere rodearnos con ellas, que nos rindamos cansados de las emboscadas, y que acabemos por admitir por cansancio que hemos sentido lo que quiere. Por el contrario, el poeta gaditano nos deja espacio entre versos, da un trazo de solemnidad o de emoción y se retira para que podamos percibir otros más adelante. No habla de la muerte como de algo abstracto ni pretende describirla generalmente, pero su idea resulta más absoluta al reducirse a casos concretos. El hijo, el nieto, el sobrino, se despide con la locución que da título a esta segunda sección. El libro sigue con Cuerpos gloriosos, donde comienza hablándonos de la poesía y su incompatibilidad con la vida moderna, de los sacrificios que hay que hacer para escribir, y de cómo en ocasiones hay que sacrificar los mismos momentos poéticos para escribir poesía. Pero al fin, si el tiempo le roba poemas, los poemas le regalan tiempo. Así parece reflejarlo el poema Utilidad de la poesía, donde parece confesar a todos aquellos que le rodean por qué escribe, por qué a pesar de las dificultades continúa, como si les revelara por fin el secreto: la poesía no me quita tiempo, sino que me lo da.
Monogamia, la cuarta sección del libro, parece casi una provocación en estos tiempos. Gran admirador de Chesterton, el poeta ha aprendido del escritor inglés que la monogamia es una gran aventura. Si los hedonistas huyen de ella no es porque sea aburrida, sino porque es una aventura demasiado exigente. No tienen la suficiente fuerza para enfrentarse a sus desafíos, a sus derrotas, a sus fracasos, y por eso nunca podrán alcanzar el éxtasis provocado por una mano posándose sobre la frente enfebrecida. El poeta nos cuenta esa aventura desde dentro. Se imagina por un momento fuera de esa realidad sólo para poder volver a sorprenderse de ella. Canta al amor curtido en días laborales, y nos cuenta las ventajas de que su mujer se interese poco por su ocupación, desmitificándola, mirándolo como una mujer miraría al marido que se encierra en su habitación para pintar soldaditos.
Cuando alguien se refiere a la apologética, se la suele relacionar con un estilo mordaz y directo, aguerrido y en ocasiones escolástico, que devuelve golpe por golpe y responde a las objeciones. Existen grandes obras escritas en este estilo. Pero hay también una apologética que es tan sólo un canto, que habla como de pasada de los misterios más complicados, y que utiliza los elementos más cotidianos no para hablar de ellos, sino para señalar sus manifestaciones. Enrique García-Máiquez utiliza esta segunda forma más sutil en todo su libro, y en especial en Su rostro en mi espalda, la quinta sección del libro. Tiene tan interiorizados los dogmas católicos, que no necesita explicarlos o defenderlos, o que más bien los defiende hablando de ellos con naturalidad. La Eucaristía o la Trinidad pasan por sus páginas con una familiaridad propia sólo del hombre que guarda esos misterios en un lugar muy hondo de su alma. En el último poema nos habla de la gran diferencia que supone que el muerto que más tenemos presente, y que a menudo cuelga de nuestro cuello, sea un resucitado. Es un poema corto, pero que vertebra o sirve como eje a toda la sección e incluso a todo el libro. Sin él o sin tener presente su idea no podríamos entender por qué el poeta no desespera, por qué habla de la muerte de sus seres queridos con esa intimidad impropia de la ausencia, y por qué quiere que su propia tumba sirva para seguir dando las gracias. Pero después de tocar un tema tan trascendental y antes de que sintamos el vértigo de las alturas, sigue con la segunda entrega de las aventuras que había comenzado a contarnos en Monogamia. Sus hijos llenan las páginas que conforman Al alimón, donde corretean de un lugar a otro y nos regalan escenas familiares conmovedoras. El poeta escribe una pequeña epopeya del hogar. ¿No es una heroicidad leer un libro de poemas cuando dos torbellinos te revuelven el pelo, te estiran de la manga, ponen a prueba la resistencia de tus tímpanos y esperan de ti que resuelvas su nuevo litigio entre acusaciones cruzadas? ¿No es una aventura dormir a tu hija, cuando te exige compartir su agotamiento? Nadie dijo que conquistar la ternura fuera una tarea sencilla.
La última parte del libro, En realidad, es el lugar donde el poeta se permite una especie de recreo para jugar libremente con lo que tiene a su alrededor. La variedad de temas se refleja también en la variedad métrica. El poeta parece reivindicar su victoria demostrándonos que todavía tiene tiempo para contemplar la luna, el rosal, sentir el sol sobre su piel, observar los efectos de la lluvia y buscarle semejanzas al almendro. Y cuando creíamos acabar el libro entre sus juegos, aparece por último para agradecer a su padre por todo en el poema Bendición.
Lo único que puedo decir acerca del aspecto técnico del libro, y en concreto de su métrica, es que no me he topado con ella. La métrica debe aparecer cuando se la busca expresamente y desaparecer cuando no. Creo que no puede haber mayor elogio y recompensa al esfuerzo de un poeta por cuidar la métrica que decirle que no se ha impuesto a nuestros ojos, y ello por la misma razón por la que un arquitecto se alegra de que nadie se fije en los fundamentos y armazón del edificio que diseñó. Tanto en el caso de la métrica como en el de los fundamentos de un edificio, cuando se ven sin buscarlos es porque la obra que se apoya en ellos está en ruinas. En ocasiones nos fijamos en la métrica de un poema porque la última palabra del verso es demasiado abrupta, de modo que las que la preceden parecen chocarse contra ella por el inesperado final; entonces la métrica sale a nuestro encuentro en vez de tener que ir a buscarla nosotros, y esa es una de las mayores pruebas de su fracaso. Pero en el caso de Mal que bien el estilo es tan fluido, tan naturales sus encajes, que uno acaba por olvidarse de cualquier medida y estructura para dedicarse a leer sus palabras y no a contar sus sílabas.
Mal que bien es un canto a la familia, la tradición, la religión católica y el amor, todo ello tratado con nobleza y sencillez. Sólo podemos agradecer al autor que haya sacado tiempo material, como se dice coloquialmente, para escribir un nuevo libro, dedicándose a una ocupación tan inapropiada para ello como la escritura profesional.

viernes, 15 de noviembre de 2019

UNA PREGUNTA INDISCRETA


Hace unos días me encontré sin saber cómo hablando con un hombre de un país lejano que pasaba los últimos días de sus vacaciones en Mallorca. Por esos giros espontáneos de la conversación, la misma derivó hacia la política de su país. Comenzó a hablarme de la excelencia de una ley en concreto, una ley que se había creado hacía sólo unos pocos años, y que tenía como objetivo reducir considerablemente la lacra de los robos y la delincuencia en general. Hablaba de ella como de la ley definitiva. Me comentó que la ley gozaba de una reputación extraordinaria, que era prácticamente incuestionable, que todo intento de crítica hacia ella era automáticamente rechazada y que los medios de comunicación criminalizaban a toda persona pública que se atreviera a ponerla en duda. Además, me dijo que había mucha gente que vivía exclusivamente de ella trabajando en los muchos organismos y asociaciones que se habían creado a sus instancias, y que eso costaba al país 220 millones de euros.

 Me quedé asombrado de que existiera una ley tan eficaz y que creaba tanto consenso, y ya estaba pensando en los trámites para mudarme a su país.

- ¿Y cuánto han bajado -le pregunté- los robos y la delincuencia?

- Nada.

- ¿Cómo que nada?

- Cuando nos va bien se mantiene en los mismos niveles que había hasta la llegada de la ley, pero lo normal es que suban cada año.

- Creo que no nos estamos entendiendo -le dije-. ¿No decías que esa ley tenía una reputación incuestionable? Pero si no han bajado...

- ¿Qué tendrá que ver?

- Yo creía en mi ingenuidad que la reputación de una ley era proporcional a su competencia para detener los abusos contra los que fue creada.

- Eso es jerga escolástica. Esa ley debe mantenerse a toda costa porque cada vez hay más delincuencia.

- Estamos de acuerdo en que cada vez hay más delincuencia, pero se te escapa un punto crucial, y es que crece a pesar de esa ley que debería frenarla. Luego esa ley es inútil. Además, si cuesta 220 millones de euros y no bajan los robos, quien roba es precisamente la ley.

- Ahora veo lo que pasa -me dijo enfurecido-. ¡Tú eres un fascista! ¡Tú estás a favor de la delincuencia, a favor de los robos; seguramente tú mismo eres un ladrón! ¿Es posible que critiques esa ley? Las personas como tú me dan asco. ¡Ojalá te roben a ti y a tu familia!

 Y después de decir esto a gritos y antes de que yo pudiera responder, ya había desaparecido.

El lector me perdonará esta escena ficticia, pero creo que era necesaria para poder darle una idea del absurdo al que debemos  enfrentarnos quienes nos oponemos hoy día a las leyes de ideología de género. Además, me conviene acostumbrarme a los apólogos, una forma literaria muy útil en tiempos de censura.